Cuando hemos conocido personalmente a algunos personajes de la Historia de la Literatura, nos resulta muy difícil distanciarnos para hacer una reseña. Conocí a Juana de Ibarbourou, cuando ella era una anciana regia y yo contaba sólo con cuatro años de edad. Conservaba el porte de su juventud y un semblante entre orgulloso y nostálgico, o nostálgico y algo sombrío, por la sombra, tal vez, de ese recuerdo que regaba como una nube llena de agua su casa, hoy me dicen que Museo. Una poeta que más que Juana de América se llamaba a sí misma, hija de la Naturaleza, o Juana de la Naturaleza, casi una Jane de la Selva y su Chico Carlo su tarzán. Me habló de su tierra natal, que es siempre donde están las raíces, cuando íbamos a su casa, mi madre y yo, camino de la consulta, para muelas grandes y posteriormente para niños mellados, del doctor Jorge Meretta en la calle Garibaldi .
Juana publicó por primera vez su Chico Carlo en 1944 pero conoció varias ediciones, una de ellas con prólogo de mi padre en los últimos años sesenta.
Como este libro cayó pronto en mis manos, su influencia fue enorme en una edad crucial y amplíó mi universo, enseñándome a ver mundos en una mancha de humedad o más allá de Orión.
Me regaló una cesta de frutas, después de pasear por su jardín mientras recitaba "ciruelos redondos, limoneros rectos", o "pitanga de los arroyos, ñangapiré".
Es probable que algunos intelectuales que viven por encima y más allá del nativismo, consideren algún verso de Juana dentro del folklore, porque la pedantería del mono que se encierra en una caja no conoce límites y la "intelectualidad" consiste sólo en cabezas parlantes si no se reconocen las emociones. Juana es, por supuesto, una hija de su tiempo, que no conoció los deleites de la política, una joven campesina desenraizada, y casada muy tempranamente (como es costumbre de la tierra) con un capitán que estaba muy lejos de ser su alma gemela, aunque el amor por ciego no conoce fronteras. Una campesina de buena familia, con enorme sensibilidad social, sin poder evitar cierto criollismo colonialista, muy culta y de raíz salvaje , raíz que el viejo Montevideo ciudadano no le pudo nunca arrancar del todo, aunque yo ame el recuerdo nublado de sus calles grises, que no cabe duda, Juana me sembró de selva.
Tanto mi libro Lenguas de fuego, como mi novela Viaje circular tienen una deuda de gratitud con Juana de la Naturaleza.
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Juana Fernández Morales, Juana de Ibarbourou, Juana de América, nació en Melo (Cerro Largo). Su padre era español, gallego, nacido en Lourenzá (Lugo) —cuya biblioteca municipal lleva el nombre de Juana de Ibarbourou— y su madre pertenecía a una de las familias españolas más antiguas del Uruguay. Adoptó el apellido de su marido,Ibarbourou, con quien se casó cuando tenía veinte años. En 1947 fue elegida miembro de la Academia Uruguaya y en 1959 le fue concedido el Premio Nacional de Literatura, otorgado ese año por primera vez. Recibió el nombramiento de "Juana de América"
Desde muy joven empezó a publicar los primeros poemas bajo el seudónimo de Juanita de Ybar,los cuales fueron compilados en su primer libro, «Lenguas de Diamante».
Su estilo inicial se encuadra dentro de la órbita modernista, vinculándose luego al vanguardismo.Ganó el Premio Nacional de Literatura en el año de 1959.Fue candidata al Nobel. Falleció en 1979.
Entre sus obras (en verso y en prosa) destacan Las lenguas de diamante (1919), Raíz salvaje (1922), La rosa de los vientos (1930), Azor (1953),Mensaje del escriba (1953),Angor Dei (1967), Canto rodado (1958), Juan Soldado (1971) o Chico Carlo (1944) memorias noveladas o colección de relatos sobre su infancia, a través de su alter ego Susana o su gemelo Chico Carlo)
De Chico Carlo, de mi ejemplar Huemul con prólogo de Hugo Emilio Pedemonte (creo en el año sesenta y siete, no se lee la fecha de tan borrada y puede que falten algunas líneas) les ofrezco hoy La Mancha de Humedad :
La mancha de Humedad
Hace algunos años, en los pueblos del interior del país no se conocía el empapelado de las paredes. Era éste un lujo reservado apenas para alguna casa muy importante, como el despacho del Jefe de Policía o la sala de alguna vieja y rica dama de
campanillas. No existía el empapelado, pero sí la humedad sobre los muros
pintados a la cal. Para descubrir cosas y soñar con ellas, da lo mismo. Frente a
mi vieja camita de jacarandá, con un deforme manojo de rosas talladas a
cuchillo en el remate del respaldo, las lluvias fueron filtrando, para mi regalo,
una gran mancha de diversos tonos amarillentos, rodeada de salpicaduras
irregulares capaces de suplir las flores y los paisajes del papel más abigarrado.
En esa mancha yo tuve cuanto quise: descubrí las Islas de Coral, encontré el
perfil de Barba Azul y el rostro anguloso de Abraham Lincoln, libertador de
esclavos, que reverenciaba mi abuelo; tuve el collar de las lágrimas de
Arminda, el caballo de Blanca Flor y la gallina que pone huevos de oro; vi el
tricornio de Napoleón, la cabra que amamantó a Desdichado de Brabante y
montañas echando humo de las pipas de cristal en que fumaban sus gigantes o
sus enanos. Todo lo que oía o adivinaba, cobraba vida en mi mancha de
humedad y me daba su tumulto o sus líneas. Cuando mi madre venía a
despertarme todas las mañanas, generalmente ya me encontraba con los ojos
abiertos, haciendo mis descubrimientos maravillosos. Yo le decía con las
pupilas brillantes, tomándole las manos:
–Mamita, mira aquel gran río que baja por la pared. ¡Cuántos árboles
hay en sus orillas! Tal vez sea el Amazonas. Escucha, mamita, cómo chillan los
monos y cómo gritan los guacamayos.
Ella me miraba espantada:
– ¿Pero es que estás dormida con los ojos abiertos, mi tesoro? ¡Oh,
Dios mío!, esta criatura no tiene bien su cabeza, Juan Luis.
Pero mi padre movía la suya entre dubitativo y sonriente, y contestaba
posando sobre mi corona de trenzas su ancha mano protectora:
–No te preocupes, Isabel. Tiene mucha imaginación, eso es todo.
Y yo seguía viendo en la pared manchada por la humedad del invierno,
cuanto apetecía mi imaginación: duendes y rosas, ríos y negros, mundos y
cielos. Una tarde, sin embargo, me encontré dentro de mi cuarto a Yango, el
pintor. Tenía un gran balde lleno de lechada de cal y un pincel grueso como un
puño de hombre, que introducía en el balde y pasaba luego concienzudamente
por la pared, dejándola inmaculada. Fue esto en los primeros días de mi
iniciación escolar. Regresaba del colegio, con mi cartera de charol llena de
migajas de bizcochos y lápices despuntados. De pie en el umbral del cuarto,
contemplé un instante, atónita, casi sin respirar, la obra de Yango, que para mí
tenía toda la magnitud de un desastre. Mi mancha de humedad había
desaparecido, y con ella mi universo. Ya no tendría más ríos ni más selvas.
Inflexible como la fatalidad, Yango me había desposeído de mi mundo. Algo,
una sorda rebelión, empezó a fermentar en mi pecho como una burbuja que,
creciendo, iba a ahogarme. Fue de incubación rápida cual las tormentas del
trópico. Tirando al suelo mi cartera de escolar, me abalancé frenética hasta
donde me alcanzaban los brazos, con los puños cerrados. Yango abrió una
bocaza redonda como una O de gigantes, se quedó unos minutos enarbolando
en el vacío su pincel que chorreaba líquida cal y pudo preguntar por fin lleno de
asombro:
– ¿Qué le pasa a la niña? ¿Le duele un diente, tal vez?
Y yo, ciega y desesperada, gritaba como un rey que ha perdido sus
estados:
– ¡Ladrón! Eres un ladrón, Yango. No te lo perdonaré nunca. Ni a papá, ni
a mamá que te lo mandaron. ¿Qué voy a hacer ahora cuando me despierte
temprano o cuando tía Fernanda me obligue a dormir la siesta? Los
odio a todos!
El buen hombre no podía comprender aquel chaparrón de llanto y
palabras irritadas. Yo me tiré de bruces sobre la cama a sollozar tan
desconsoladamente, como sólo he llorado después cuando la vida, como
Yango el pintor, me ha ido robando todos mis sueños. Tan desconsolada, e
inútilmente. Porque ninguna lágrima rescata nunca el mundo que se pierde ni el
sueño que se desvanece… ¡Ay, yo lo sé bien!
La mancha de humedad, extraido de Chico Carlo, Juana de Ibarbourou (1892 – 1979)
martes, 27 de abril de 2010
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Verónica, sabés en que libro está el poema que se cantaba "mburucuya del monte, mburucuyá, pitanga de los arroyos, ñangapiré" Gracias por tu ayuda, Sergio
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