La particular visión de Rimbaud sobre la revolución francesa.
El herrero
Arthur Rimbaud
Con el brazo en la maza gigantesca, terrible
de embriaguez y grandeza, frente ancha, boca enorme
abierta, cual clarín de bronce por la risa,
con su hosca mirada, sujetando a ese gordo,
al pobre Luis, un día, le decía el herrero
que el pueblo estaba ahí, girando en derredor,
y arrastrando su ropa sucia por las paredes
doradas. Y el buen rey, de pie sobre su tripa,
palideció, cual reo que llevan a la horca;
mas, como can sumiso, el rey no protestaba,
pues el hampón de fragua, el de los anchos hombros,
contaba viejos hechos y cosas tan extrañas
que fruncía la frente, herida de dolor.
«Pues sepa usted, señor, cantando el tralalá
llevábamos los bueyes a los surcos ajenos:
el canónigo, al sol, tejía padrenuestros
por rosarios granados con claras perlas de oro,
el señor, a caballo, tocando el olifante,
pasaba; con garrote, el primero, con látigo,
el otro, nos zurraban. –Como estúpidos ojos
de vaca, nuestros ojos ya no lloraban; íbamos...
y cuando como un mar de surcos, la comarca
dejábamos, sembrando en esa tierra negra
trozos de nuestra carne... nos daban la propina:
incendiaban de noche nuestra choza; en las llamas
ardían nuestros hijos cual tortas bien horneadas.
«¡No me quejo, qué va! Te digo mis manías,
en privado. Y admito que tú me contradigas.
¿Acaso no es hermoso ver en el mes de junio
cómo entran en la granja los carros llenos de heno,
enormes, y en los huertos oler, cuando llovizna,
todo cuanto germina por la hierba rojiza;
ver en sazón la espiga de los trigos granados, ,
y pensar que un buen pan se anuncia en los trigales...?
¡Aún hay más: iríamos a la fragua encendida,
cantando alegremente al ritmo de los yunques,
si al menos nos dejaran coger unas migajas,
hombres, al fin y al cabo, de cuanto Dios ofrece!
–¡Y siempre se repite la misma y vieja historia...!
«¡Pero ahora ya sé: y no puedo admitir,
teniendo dos manazas, mi frente y mi martillo,
que alguien pueda llegar, con el puñal en ristre,
para decirme: Mozo, siembra mis sembradíos,
y que en tiempo de guerra vengan para llevarse
mi hijo de su casa, como algo natural!
–Yo podré ser un hombre; tu podrás ser el rey,
y decirme: ¡Lo quiero! Te das cuenta, es estúpido.
Crees que me entusiasma ver tu espléndida choza,
tus soldados dorados, miles de maleantes,
tus bastardos de dios, como pavos reales:
han vertido en tu nido el olor de las mozas
y edictos condenándonos a vivir en Bastillas;
gritaremos: ¡Muy bien: de rodillas, los pobres!
¡Doraremos tu Louvre dándote nuestros reales!
y te emborracharás, armando la gran juerga.
–Mientras ríen los amos pisando nuestras frentes.
«¡Pues no; tales guarradas son de épocas pretéritas!
El pueblo ya no es una puta. Tres pasos
dimos y hemos dejado la Bastilla en añicos.
Esta bestia sudaba sangre por cada piedra;
daba asco ver aún alzada la Bastilla,
con sus muros leprosos, contando lo ocurrido
y encerrándonos siempre en su prisión de sombra.
–¡Ciudadano!, el pasado siniestro, entre estertores
se derrumbaba al fin, al conquistar la torre.
Algo como el amor el corazón henchía
al tener nuestros hijos contra el pecho, abrazados.
Y, como los caballos de ollares turbulentos,
íbamos, bravos, fuertes, y nos latía aquí.
Íbamos bajo el sol, así, la frente alzada,
por París. Se paraban ante nuestros harapos.
¡Por fin! ¡Éramos Hombres! Pero estábamos lívidos,
señor, aunque embriagados de esperanzas atroces:
y, cuando al fin llegamos ante las negras torres,
blandiendo los clarines y las ramas de roble,
con las lanzas alzadas... ya no sentimos odio,
–¡Nos creímos tan fuertes que quisimos ser mansos!
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¡Desde aquel día heroico, andamos como locos!
Oleadas de obreros han tomado la calle
y, malditos, caminan, muchedumbre que espectros
sombríos acrecienta, hacia el hogar del rico:
yo corro junto a ellos a matar al chivato:
corro, por París, negro, con el martillo al hombro,
hosco, por los rincones, liquidando truhanes...
¡Si te ríes de mí, soy capaz de matarte!
–Puedes contar con ello, no repares en gastos
junto a tus hombres negros, que aceptan nuestras quejas
y se las van pasando, como sobre raquetas,
mientras dicen, bajito, ¡los muy golfos!: «¡Qué tontos!»,
para apañar las leyes y sacar octavillas
con hermosos decretos color rosa y basura,
jugando a hacerse un traje al crear otro impuesto,
antes de taponarse la nariz si pasamos.
–¡Nuestros representantes piensan que somos mugre!
Para quien sólo teme las bayonetas, basta...
¡Abajo sus petacas atestadas de argucias!
¡Estamos hasta el gorro de estas seseras planas,
y de estos gilipollas! ¡Pero, ésta es la comida
que nos sirves, burgués, cuando estamos feroces,
ahora que rompemos los báculos, los cetros!»
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Lo agarra por el brazo, arranca el terciopelo
de las cortinas: «¡Mira!»» En los inmensos patios
la muchedumbre hierve igual que un hormiguero,
la muchedumbre aciaga con su fragor de ola,
ululando cual perra, bramando como un mar,
con sus broncos garrotes, con sus picas de hierro,
sus tambores, sus gritos de mercado y pocilga;
montón negro de andrajos que gorros rojos tiñen.
¡El hombre se lo muestra por la ventana abierta
al rey que suda, pálido, y que se tambalea,
enfermo, al contemplarlo!
«Es la Crápula, señor.
Babea por los muros, crece, se agita, inmensa:
–¡Pero, al no comer, son, señor, los miserables!.
Yo soy un simple herrero: mi mujer va con ellos,
¡loca!, pues cree que hay pan en Las Tullerías.
–Nos echa el panadero de la tienda, por pobres.
Tengo tres hijos. Soy crápula. –Y conozco
viejas que van llorando bajo sus viejas cofias
porque alguien les quitó su muchacho o su chica:
Es la crápula. Uno residió en la Bastilla,
otro era un presidiario: los dos son ciudadanos
honrados. Y aunque libres los tratan como a perros:
¡los insultan! Y sienten cómo les duele ahí,
algo. ¡No pasa nada! Pero es triste; y al verse
rota el alma, y al verse por siempre condenados,
están aquí, ahora, ¡gritándote a la cara!
¡Crápula! También hay, dentro, chicas, sin honra
porque (vos lo sabéis, que la mujer es débil)
Señores de la corte (y que siempre consiente)
les habéis escupido en el alma, por nada.
Ahora están ahí, las que amasteis. –La crápula.
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¡Todos los desgraciados, cuyas espaldas arden
bajó un sol inclemente, avanzando, avanzando,
sintiendo que el trabajo les revienta la frente;
–descubríos, burgueses–, éstos sí son los hombres!
¡Somos obreros, señor, obreros preparados
para la nueva era que pretende saber:
el hombre forjará del alba hasta la noche,
cazador de los grandes efectos y sus causas,
tranquilo vencedor domeñará las cosas
hasta montar al todo cual si fuera un corcel!
¡Espléndido fulgor de las fraguas! ¡No existe
ya el mal! Lo que ignoramos, tal vez sea terrible:
¡lo sabremos! Empuñando el martillo, cribemos
todo cuanto aprendimos: luego, hermano, ¡adelante!.
A veces tengo un sueño enorme y conmovido:
vivo con sencillez, ardientemente, nada
malo sale de mí, bajo la amplia sonrisa
de una mujer que amo, con noble amor trabajo;
¡y así trabajaríamos, ufanos, todo el día,
escuchando el deber cual clarín clamoroso!
¡Qué felices seríamos! Y nadie, nadie digo,
vendría a doblegarnos; no, sobre todo, ¡nadie!.
Tengo el fusil colgado sobre la chimenea...
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«El aire está preñado de un aroma de guerra.
¿Pero qué te decía? ¡Ah! Que soy chusma; vale.
Y quedan todavía soplones y logreros.
Nosotros somos libres y sufrimos visiones
donde nos vemos grandes; ¡grandes! Ahora mismo,
¿no hablaba del deber tranquilo, de una casa...?
¡Contempla, pues, el cielo! –Lo encontramos pequeño:
¡palmarla de rodillas y con tanto calor!
¡Contempla, pues, el cielo! –Yo me voy con mi gente,
con esta chusma enorme y horrísona que arrastra,
tus cañones decrépitos por el sucio empedrado.
–Cuando nos maten, señor, los habremos lavado.
–Y si al vernos gritar, si ante nuestra venganza,
las patas de los reyes viejos y pavonados
lanzan sus regimientos, de gala, contra Francia,
allí estaréis vosotros. ¡Pues, a la mierda, perros!»
–Volvió a echar su martillo al hombro. El gentío
junto a este gigante se sentía embriagado,
y, por el patio inmenso, por los apartamentos,
donde París jadeante ululaba feroz,
un temblor sacudió la muchedumbre inmensa.
Entonces, con su mano, coronada de mugre,
aunque el panzudo rey sudaba, el herrero,
terrible, el gorro rojo, a la cara le arroja.
Muertos del 92
Franceses de Mil ochocientos setenta, bonapartistas, republicanos, acordaros de vuestros padres de Mil setecientos noventa y dos (Paul Cassagnac)
Muertos del Noventa y dos y del Noventa y tres,
que, pálidos del beso que da la libertad,
tranquilos, destrozasteis con los zuecos el yugo
que pesa sobre el alma y la frente del mundo;
Hombres extasiados, grandes en la tormenta,
vosotros, cuyo amor brincó envuelto en harapos,
soldados que la muerte sembró, amante noble,
para regenerarlos, por los antiguos surcos;
cuya sangre lavó la grandeza ensuciada.
Muertos allá en Valmy, en Fleurus, en Italia
millón de Cristos, muertos, de ojos dulces y oscuros,
dormid con la República, mientras nosotros vamos
doblados bajo reyes como bajo una tralla.
–Pues son los Cassagnac* los que ahora os recuerdan.
A. R.
*Periodista que, en julio de 1870, llamaba a los franceses a la guerra contra los prusianos, apelando al recuerdo de las grandes guerras revolucionarias, cuando Francia fue invadida por sus vecinos monárquicos del Este. El último verso nos sugiere la indignación e ironía de Rimbaud frente a la explotación patriotera de los muertos llevada a cabo por el periodista. El resto del poema es una invocación sentida de los soldados de la república francesa.
viernes, 28 de enero de 2011
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